A. Oliveira
Sobre un soliloquio originado por la muerte de cuarenta y tres estudiantes mexicanos y una subsecuente preocupación porque pasen al olvido, en un cementerio más, como una flor más, con todos sus días restados a cero.
Tocan a mi puerta dieciséis manos al mismo tiempo, mientras leo un ensayo sobre una orgía de curvas que termina en ganancias económicas para una empresa ficticia. Me levanto y doy vuelta a la manija, encontrándome con un manojo de caras morenas con despeinados cabellos, algunos pañuelos blancos y muchos ojos atentos a mi aparición. Son personas. Me avientan, empujan, saludan y sonríen mientras entran angustiosos a mi cuarto ubicado en el segundo piso (si se empieza a contar de abajo hacia arriba), de un edificio enfrente de otro edificio. Y comienza una plática un poco nebulosa, mientras empiezo a sentirme extranjero en mi propio cuarto, víctima de un complejo de calcetín al revés.
– ¿Quiénes son? – pregunto con cautela y firmeza mientras los veo desfilar frente a mí.
– ¿Importa? – contesta un chico que tiene amarrado un pañuelo verde a su mano, quizás cubriendo alguna herida.
– Supongo, no sé quiénes son y acaban de irrumpir en la tranquilidad de mi lectura nocturna. No son nadie para entrar así – comento esto, mientras termina de entrar la totalidad del colectivo. Luego me dispongo a cerrar la puerta, notando que increíblemente todos cabemos en un cuarto hecho sólo para una persona.
– Mirá, acá somos todos estos – dice señalando al colectivo- contra vos solito.
Diminutivo de solo y no de sol – comento en mi mente.
– Nosotros sólo andamos huyendo de un Cometa de Cempasúchil que nos persigue. Si vos nos aguantás acá esta noche, mañana mismo nos vamos a otra parte.
– ¿Cometa de Cempasúchil? – pregunto, mientras atravieso la marea humana y me siento en mi cama tratando de entender y de alejarme un poco de la multitud.
– ¡Sí, hombre! Vos no entendés nada – responde uno de los jóvenes que cierra las persianas mientras me mira con un poco de ventana aún en sus ojos.
– No entiendo porque no hay cabida para hacerlo – respondo tajantemente – ¿Acaso no ven lo irracional de esto? Ustedes son un mont…
– Cuarenta y tres, somos cuarenta y tres – musita un chico interrumpiéndome amablemente.
– Bueno – comento mientras reformulo mi retórica – son cuarenta y tres y acá, con sus olores, sus despeinados cabellos, lloscabe, becallos, llosbeca y su habladuría no voy a poder dormir a gusto y menos aún seré capaz de terminar mi lectura.
– Te voy a explicar – dice un fulano surgido de entre las múltiples caras, poniéndose al frente del colectivo – Si vos no nos salvaguardás acá, el cometa nos alcanza.
– ¿Y qué si eso pasa?
-¿Cómo que qué pasa? – Escucho el diástole de su enojo mientras retoma su explicación con paciencia – ¡Imagínate ese cataclismo!, una enajenación primaveral, un fugaz perplejo, una dicha esporádica, un choque cósmico, cosmovistoso, cosmoleído, cosmotratado, cosmoescrito; una especie de colorido pero breve solcito.
Acá – me digo - diminutivo de sol y no de solo.
Comento, para mis adentros, que ese chico, junto con su explicación y su carácter, me recuerda a un profesor. Lo observo desde la distancia de un nuevo soliloquio y pienso también que, sin pretenderlo, ejerce algo así como una influencia pedagógica sobre mí.
– Está bien, quédense – contesto, analizando la importancia de proveerles posada – pero sólo esta noche. Y que también quede claro que mañana me uno a ustedes y vamos juntos a buscar otro cuarto, también hecho para uno, pero que nos acoja a los cuarenta y cuatro.
– Me parece, así ni colorido olvido ni hacinamiento estático. – responde el chico con el ahora pañuelo rojo.
Luego del acuerdo, él me da la espalda y todos comienzan a hablar entre sí, mientras me vuelvo a encontrar solito como solcito y me doy cuenta que, al final, abrir la puerta a cuarenta y tres profesores fue la mejor manera de interrumpir mi lectura, porque así me enseñan a leer un poco mejor. Solcito de sol y solito de soledad…